La duda

Estaba tirado en su cama, en su habitación, en su casa, en una de esas tardes aburridas donde no hay nada que hacer. Nada mejor que estar tirado en la cama mirando el techo, al menos. Había dejado la luz blanca prendida especialmente para eso.

Detrás de su cama tenía una biblioteca repleta de libros, pero ninguno de ellos le interesaba; ni los que ya había leído, ni los que no. Estaba vacío y al mismo tiempo se sentía tan pesado que no podía moverse. Desde el piso de abajo se sentía el ruido de la televisión que había olvidado prendida.

Entonces sucedió. Una duda apareció en su cabeza. Como muchas de las mejores ideas, surgió de la nada; producto de la frecuentemente aleatoria actividad neuronal, como surgen las brillanteces y las ganas de escuchar una canción que quizás después sacamos rápidamente.

Pero pocas cosas tienen un efecto tan fuerte en la mente del Hombre como la Duda. Una vez instalada, si se trabaja fervientemente en la hipótesis que plantea, se expande como un árbol voraz, como un árbol que crece y destruye todo a su paso; sus raíces se agarran con firmeza y levantan las baldosas más firmes; y sus ramas rompen ventanas, paredes y algunas seguridades no necesariamente relacionadas.

Esta duda era un tanto particular. Consideró que quizás nada de lo que lo rodeaba era real.

Se volteó y se puso a recorrer con la punta de los dedos el marco de la cama de metal pintado. Estaba algo fría y sólida, pero de alguna manera no lo convenció. Mordió el colchón con fuerza hasta que le dolieron las encías.

Se sacó una media y siguió con el piso. Recorrió el parquet tibio con el pie descalzo y si bien todo era igual, parecía distinto. Acercó su cara, abrió la boca tanto como pudo y lamió la madera plastificada. El gusto era fuerte, agrio, como de perros, café, agua podrida y ropa, todo mezclado. Sintió una arcada formarse en su garganta y la reprimió.

Desesperadamente se abalanzó contra la biblioteca y leyó dos o tres páginas de cuatro o cinco libros al azar, en voz alta y con su brazo derecho extendido, como recitando a un público invisible, pero las palabras no le llegaban. Revoleó contra la pared opuesta otros diez libros y se rindió; un estante lo golpeó ligeramente en la nuca al desmoronarse. Gritó y sintió su grito rebotar contra todo y volver a él, pero su duda avanzaba.

Corrió al ropero y desgarró casi con furia cada uno de sus pulóveres favoritos. La lana hizo un crujido distinto en cada uno de ellos, y la habitación se impregnó finamente con un extraño olor. Tomó un cuadrado de lana de un pulóver que su novia le había regalado unos días antes, lo masticó un poco y se lo tragó: sabía muy amargo.

Pateó la puerta del ropero y ésta se cerró haciendo un ruido tan fuerte, tan seco, tan final, que pareció no querer abrirse nunca más.

De repente se tocó a sí mismo y no se creyó real. Estaba como hueco y sin esencia. Apoyó su mano en su panza peluda y se sintió desarmarse y desmoronarse como hecho de hilos, cada hilo buscando el suelo, uno a uno cediendo inexorablemente, y se desvaneció entre las cortinas de la Realidad.