lunes, 21 de mayo de 2012

Polizón


    Cuando se despertó, tuvo que acercarse a una pared donde una lamparita parpadeaba para fijarse la hora. Eran las dos de la mañana. Todo el mundo estaba en movimiento y caía una llovizna persistente que lo había mojado de pies a cabeza mientras dormía sobre unos tablones de madera. Le dolía la cabeza y estaba mareado. Aprovechando el siguiente sacudón se tiró contra la baranda que había a unos metros de la pared y vomitó violentamente el contenido de su estómago. Los chorros verdes desaparecieron entre las olas. Le quedó un ardor en la garganta que se sacó escupiendo con fuerza. No recordaba haberse subido a un barco. Estaba asustado. Instintivamente metió las manos en los bolsillos buscando su billetera. No estaba. Caminó por la cubierta buscándola cerca del lugar donde se había despertado. Tampoco la encontró ahí. Reprimió las ganas de vomitar que le volvieron e hizo un nuevo esfuerzo por recordar. No solamente no se acordaba cómo había llegado ahí, sino que tampoco estaba seguro de cuál era su último recuerdo. Se cansó de mojarse y probó la puerta del camarote más próximo, que se abrió con un chillido. La habitación estaba iluminada solamente por una vela sobre la mesa en el centro. Sentado del otro lado había un hombre que se levantó a estrecharle la mano.

– Carlos Medrano –dijo, mientras le daba un apretón lleno de fuerza y pelos de mano. Tenía una barba blanca de un par de días y un ojo medio desviado.
– Sergio Álvarez –respondió Sergio con un poco de miedo.
– Siéntese. ¿Café?
– No, gracias. Para serle sincero, creo que ando con alguna clase de amnesia. ¿Dónde estamos?
– En un barco. En un sueño.
A Sergio dentro de la confusión cualquier respuesta le parecía válida. Incluso esa.
– ¿Quiere decir que estoy durmiendo? ¿Soñando esto?
– En realidad es un poco más complicado que eso. Este sueño no es suyo, Álvarez. Es el sueño de otra persona.
Sergio suspiró.
– ¿Cómo de otra persona? ¿De quién?
– El soñador es don Galo, mi almacenero.
Sergio hizo un esfuerzo, pero no pudo recordar a ningún almacenero con ese nombre.
– ¿Y me quiere decir qué hace un almacenero soñando conmigo?
– Los sueños son así, Álvarez –dijo Medrano tomando otro sorbo del café– Un pensamiento aparece en la mente y enseguida se transforma en una imagen vívida. Personas que creemos haber olvidado. Animales imposibles. 
– ¿Hay alguna manera de salir de acá?
– Claro que la hay. Naturalmente, pueden haber consecuencias inesperadas. Pero todos los sueños se terminan en algún momento. Este sueño se termina cuando se hunde el barco. O cuando don Galo se despierte. Lo que pase antes.
Sergio pensó un momento antes de hacer su siguiente pregunta.
– Además de ser un sueño, ¿Este viaje en barco sucedió en realidad?
– Yo pienso que es sólo una proyección del futuro sobre la imaginación de don Galo.
– ¿Cómo? ¿Es posible soñar sobre algo que todavía no pasó, pero que va a pasar?
– Por supuesto –dijo Medrano–. En el fondo lo que inquieta a don Galo y a unos cuantos más es que estamos viviendo una especie de suspensión del futuro. Por eso están preocupados y preguntan el nombre del barco. ¿Qué quiere decir el nombre? Una garantía para eso que todavía se llama mañana, ese monstruo con la cara tapada que se niega a dejarse ver y dominar.
– ¿Y para qué quiere saber el nombre?
– Yo creo que es porque de saberlo pueden evitar subirse y morir en el accidente cuando realmente suceda. O algo de eso. Y si usted ahora aparece en el sueño también, puede que le sea útil saberlo.
– Imagino que usted también querrá salvarse.
– Yo estoy viajando por propio interés. Vine al barco a morirme, así que no pienso averiguar nada ni escapar. La pregunta para usted, Álvarez es: ¿Está compartiendo este sueño? ¿Está acá de prestado, durmiendo en su propia cama, quizás cerca de don Galo, soñando lo mismo que él?¿O es solo un personaje que desaparecerá cuando le suene el despertador al viejo?


    A Sergio lo aterró esta última idea. No estaba seguro de creer que se pudieran compartir los sueños, pero mucho menos le gustó la idea de ser un monigote del momento. Su cabeza empezó a barajar distintas posibilidades. De repente se le ocurrió algo: don Galo debería estar en alguna parte del barco. El soñador siempre aparece en su sueño. Una certeza entre tanta incertidumbre se sintió bien, como un peldaño firme en una escalera de arena. Dejó el camarote de Medrano sin saludarlo. La puerta hizo un ruido sordo al cerrarse. Se le ocurrió que el lugar más probable para encontrar a don Galo sería al timón del barco. Subió apresuradamente las escaleras mojadas por la lluvia y entró en la cabina, que estaba a media luz. Un rayo lo iluminó todo por un instante. Don Galo era un hombre viejo pero grandote. Su espalda se recortaba contra el cielo tormentoso. Vestía un uniforme de la marina. Tenía una voz ronca.

– ¿Sergio?
– Imagino que usted es don Galo. ¿Cómo conoce mi nombre?
El viejo lanzó una carcajada.
– ¿Don Galo? Qué raro que me digas así. Galíndez me decías vos. ¿Qué hacés acá?
– Eso me gustaría saber a mí también. La verdad que no puedo recordar cómo llegué acá ni por qué me duele tanto la cabeza. 
– Me temo que yo tampoco puedo ayudarte con eso. También me extraña mucho que estés acá. Te tenía por muerto.
A Sergio le dio un escalofrío en todo el cuerpo.
– ¿Muerto?
Don Galo soltó el timón y se dio vuelta. Se movía lentamente, con la calma de los viejos.
– Soy Galíndez, del colegio. ¿No me reconocés? Vos estás igual que como te recuerdo. Qué injusto que yo haya envejecido y vos sigas tan joven.


    Sergio cerró los ojos y se dejó llevar por las palabras de don Galo. De repente le llegaron algunos recuerdos desteñidos, como de película vieja. Estaba en el patio de un colegio. El suelo era de color rojizo. En los extremos del patio habían dos arcos de fútbol medio desvencijados. A un costado, un pasillo bajo un techo de tejas. Contra la pared había un kiosco improvisado en una ventana de lo que alguna vez había sido un aula. El kiosquero acomodaba unas cajas en los estantes de atrás. Al terminar, se dio vuelta y levantó una mano, como saludando. Sergio se quedó totalmente paralizado. Era él mismo, atendiendo el kiosco. De repente lo entendió: eran las memorias del viejo. El viejo lo recordaba de cuando él le vendía en los recreos del secundario, y ahora él podía ver sus recuerdos.

– Galíndez. Vos jugabas bien a la pelota. Yo te dije que te fueras a probar a Independiente.
– Exacto. Ahora te pido que por favor hagas memoria y me digas cómo llegaste al barco.
– Sigo sin entenderlo – mintió. En realidad lo aterraba la idea de que el viejo se despertara.


    Se sintió un fuerte golpe al frente del barco. El sacudón tiró a Sergio y a don Galo al piso de la cabina. El ruido de la tormenta fue tapado por una sirena ensordecedora. Sergio se levantó tambaleando y miró a don Galo. El viejo estaba paralizado por la confusión. El siguiente sacudón los levantó por el aire y al caer, Sergio golpeó con el taco del zapato la cabeza de don Galo. Sintió miedo, y después se volvió el miedo mismo, y después un escalofrío, la nada, sólo un dolor de cabeza de don Galo, que se movió en su cama y el sueño del barco pasó a ser una historia sobre nubes, o sobre amapolas amarillas.