domingo, 31 de mayo de 2009

Josecito


Me vine a vivir a Rio de Janeiro hace unos años. Antes de mudarme había venido de visita dos veranos seguidos, y me fui enamorando de la ciudad caliente y exuberante. Y si bien me encanta pasar el día en la playas de Barra de Tijuca, una de las cosas que más me gustan es caminar de noche por las calles oscuras del Centro. Luego de cenar una feijoada o pescado frito en algún restaurante de comida a kilo, me vuelvo a casa, me empilcho y agarro para el lado del barrio de Flamengo, donde el calor de la noche se funde con el olor a pis que brota de la vereda blanca y negra como si fuera el alma de la ciudad.

Fue en una de esas noches de caminata solitaria que me sorprendió ver un amontonamiento de gente en uno de los tantos callejones sin salida. Desde la bocacalle vi a unas 40 personas rodeando algo que no pude divisar. La gente aplaudía asombrada a cada rato. La escena estaba iluminada por una luz roja que la oscuridad devoraba a unos pocos metros. Me costó abrirme paso hasta llegar a ver, bajo la axila de un negro muy alto, lo que todos estaban admirando: un chico sentado en el piso, acompañado de su padre, quien le daba órdenes desde una silla de mimbre. Sobre el piso, había algunos objetos: una goma de borrar, un lápiz, una tapita de gaseosa.

El padre calló con un gesto a la multitud. A los gritos, anunció que Josecito daría paso al número central del espectáculo de esa noche (El nombre del chico y una banderita en la silla me revelaron que eran uruguayos). Seguidamente le indicó al chico algunas cosas en voz baja, que no logré entender. Josecito no parecía dispuesto a seguir las órdenes de su padre, hasta que la amenaza de un cachetazo pareció convencerlo de repente. La gente les tiró algunas monedas adentro de un sombrero gastado que habían puesto en el piso. El chico cerró sus ojos y de su garganta comenzó a surgir un ruido que fue elevando mi miedo y mis ganas de ver qué pasaría a continuación. Unos pocos segundos más tarde, no pude creer lo que veía: la goma, el lápiz y la tapita se despegaron del suelo. Primero muy lentamente, como si les costara; pero luego ganaron unos cuantos centímetros más, y comenzaron a bailar alrededor de la cabeza de Josecito, que seguía con los ojos cerrados y haciendo ruidos distintos con su garganta. La gente no salía de su asombro. Un par de señoras empezaron a declarar a los gritos que el chico estaba poseído por demonios, y fueron inmediatamente apartadas por el resto de los espectadores, que estaban más interesados en seguir mirando el espectáculo que por la posible maldad que pudiera contener.

Al cabo de unos pocos minutos, Josecito se calló y los objetos perdieron vida, volviendo al lugar en el piso que ocupaban originalmente. Pero eso no es lo único que pasó. Una sensación de frío extremo recorrió todo mi cuerpo, a pesar de que era Febrero y la noche era muy calurosa. Miré a mi alrededor. Se adivinaba la misma sensación en el resto de los espectadores. Desde su posición, Josecito nos miraba con sus ojos tristes. No había duda: él nos estaba haciendo sentir ese frío.

La mayoría de los espectadores huyeron despavoridos. En ese momento, un hombre gordo, de traje gris y sombrero se acercó al padre, que ya miraba al pobre chico como con ganas de castigarlo por lo que estaba haciendo. Aparentemente era un hombre del espectáculo, y le ofreció pagarle mil reales diarios a cambio de los trucos del chico si lograba pasar una prueba, que calificó de "muy sencilla": tenía que levantar la silla de mimbre por lo menos 30 centímetros.

El padre no lo dudó ni un segundo. En seguida se paró y corrió la silla para que quedara frente a Josecito y le ordenó que la levantara usando el mismo truco. Josecito se negó. Y esta vez parecía totalmente resuelto a no acceder por ningún medio a realizar el truco. Entonces el padre metió la mano en el bolsillo y sacó un pedazo de cuero todo roto, que amenazaba usar como látigo. Vi la cara de asustado del pobre chico, que me miró como pidiéndome que lo salvara. Yo estaba paralizado por la escena misma, así que no pude hacer nada. Con resignación, volvió la vista hacia su padre y asintió con un movimiento rápido y resignado de su cabeza.


Se arrodilló frente a la silla, con los ojos cerrados. Volvió a hacer el ruido fuerte con la garganta. La silla empezó a agitarse en su lugar. El ruido se escuchaba cada vez más fuerte. La silla se despegó del suelo unos pocos centímetros. El tipo de traje se frotó las manos. El padre sonreía excitado. Vi las gotas de sudor en la frente de Josecito. La cabeza le temblaba como un sonajero. De repente, abrió los ojos. No me alcanzan las palabras para describir lo que vi dentro de ellos. La silla se rompió en pedazos en el aire, y él cayó de frente contra el suelo. Hubo un instante de silencio total. El padre quedó paralizado. El señor de traje gris se fue, como haciéndose el distraído. Yo me escapé corriendo, con un miedo terrible.

La otra noche volví a pasar por el callejón donde murió Josecito. No había nadie. Lo único que quedó de él es un pedazo de vereda quemada.

domingo, 10 de mayo de 2009

El tren

Todos los días es igual: uno se levanta de la cama con las esperanzas renovadas y cree de repente en el amor entre todos los seres humanos; es capaz de tomarse un té. Lo termina y agarra unas galletitas al vuelo para no llegar más tarde al trabajo, solamente para comprobar al cabo de unos 5 o 10 minutos la verdad inapelable: que la gente sigue empujando en el tren.

Intente usted bajarse en la estación en donde termina su viaje, y no lo logrará, salvo que sea la estación terminal. La masa de carne, uñas, pelo y huesos que le impide bajar es cómplice de la que intenta subir, y de nada sirve el pedido de "permiso", o "permiso, por favor": solamente haciéndose partícipe del empujamiento podrá usted evitar bajar en la estación siguiente.

No faltó oportunidad en la cual intenté educar a algunos de los individuos que me trataron de impedir la escapatoria en la estación elegida; lo máximo que conseguí fue una mirada de indiferencia, cuando no un insulto, o una escupida con olor a caramelo de menta.

Luego de comentar el tema con mis conocidos, llegamos a la conclusión de que tratar de acceder de manera racional al problema es inútil: si en el mejor caso el obstáculo acepta el reclamo hecho y se convierte al lado bueno del problema, otra persona estará ahí, lista para reemplazarlo al día siguiente; y con ella seguramente no tendremos tanta suerte. De esto podemos deducir que la gente que empuja en el tren y no deja bajar proviene seguramente de un barrio oscuro y lúgubre (los faroles siempre apagados por la noche, las calles cubiertas por un toldo de día para que no llegue la luz del Sol, los perros sucios y moribundos, las paredes de las casas cubiertas de una sustancia viscosa, las veredas de madera podrida); o tal vez solamente de una organización dedicada especialmente a hacer más tediosas las idas y venidas del trabajo.

Afortunadamente para nuestras esperanzas, durante el día uno charla con un buen compañero de trabajo, un familiar o un amor y queda listo para enfrentar algún otro viaje, leerse una revista o comerse unas Criollitas con dulce de leche. Y así es como uno siente que le gana la pelea a la gigantesca babosa.