Era un tipo medianamente normal. Es cierto que la mayoría de las personas con las que trataba notaban que hablaba un poco rápido, como apurado por algo que tendría que pasar todos los días para ser real; pero a sus profesores de la facultad les resultaba inteligente y a las mujeres bastante simpático y hasta apuesto. Hablaba no solamente rápido, sino también con la seguridad de quien parece tener un plan brillante listo para saltar a la fama y hacerse millonario en cualquier momento.
Detestaba quedarse parado, detenerse en un mismo lugar durante un lapso prolongado de tiempo. Todos los días tenía todas sus horas ocupadas en su inexistente agenda, no existía el tiempo libre para él. El tiempo que no ocupaba asistiendo a las clases en la Facultad de Medicina lo utilizaba en aprender palabras en idiomas extranjeros, hacer ejercicio, yoga, artes marciales, origami o lo que ese mes se le hubiera ocurrido. Tenía una sed por aprender cosas que casi nada podía saciar.
Una tarde cualquiera decidió gastar un poco de tiempo charlando con sus compañeros de Psicología mientras se le hacía la hora para ir a su segunda clase de Feng Shui. Se sentaron en el café de la Facultad, pidió un capuccino y se metió de lleno en la conversación que hacía un rato ya había empezado. Estaban hablando de las fobias.
Julia, una chica rubia y robusta como un hombre, confesó que sentía un miedo muy intenso ante las arañas. Con su voz gruesa, contó que incluso las más pequeñas, que no asustan a nadie porque cuesta más trabajo asustarse que matarlas de un pisotón, le causaban un miedo incontrolable y unas ganas irrefrenables de subirse a la primera silla que encontrara. David, de negro pelo enrulado, la interrumpió comentando que a él le pasaba algo bastante similar con los roedores, y así siguieron todos con sus miedos comunes, reiterados, casi calcados, hasta que llegó su turno. Lo esperó con la calma del que sabe que nadie lo va a considerar normal, tomando de a sorbos el capuccino amargo que ya casi no tenía espuma.
Su fobia era a las plantas, y se remontaba a sus primeras memorias. De chico siempre había sentido un terror ancestral, animal, por los verdes seres que silenciosos contemplaban el mundo. Por alguna razón los árboles no le provocaban nada, pero sí las plantas, inmóviles pero vivas, infinitamente vivas. No podía pasar más de unos segundos mirándolas porque sentía que desde el verdísimo silencio él también era contemplado y estudiado, sentía un odio profundo en el aire, y un hambre que surgía del otro lado, unas ganas de estrujarlo, despedazarlo, arrancarle los huesos y devorarlo. En el jardín de la casa en la que vivía en su infancia tenía una planta de tallos y hojas muy grandes que lo aterraba, con unos frutitos rojos como manzanitas diminutas; y más de una vez había huido despavorido al darse cuenta de que jugaba con su pelota muy cerca de ella. Corría desesperadamente, cerraba la puerta que daba a la cocina con mucha fuerza y se sentía seguro entre las paredes de ladrillos.
Prefirió decir a sus compañeros que no tenía ninguna fobia, terminó lo que quedaba en la taza y se fue con la excusa de que llegaba tarde a su clase. Qué les importaba, después de todo, a ellos les daba lo mismo que él tuviera una fobia o no; cualquiera que hubiera mencionado hubiera sido lo mismo. Y ellos encima hablaban de la exposición al objeto temido como terapia para curar la fobia. Nunca aceptaría algo así.
Estuvo el resto del día y de la semana con la idea dando vueltas en su cabeza, yendo y viniendo. Para el miércoles ya no pensaba en otra cosa, y el viernes a la noche, mientras cenaba solo en su departamento, decidió ir hasta el parque que había a cuatro cuadras para enfrentarse con el peor de sus enemigos. Linterna en mano, caminó las cuadras con cierta prisa, cruzó la calle y abrió la pequeña puerta lateral de alambre oxidado.
Transitó los caminos internos, embarrados y llenos de olor a noche cerrada con la linterna temblorosa, como si iluminara a un insecto que no se decide a volar ni para un lado ni para otro; y en un rincón del parque, donde sólo se escuchaba el ensordecedor canto de los grillos, como si estuviera en medio del campo, como si la ciudad se hubiera apagado y no existieran los ruidos de los autos y de la gente divirtiéndose acá y allá, encontró lo que buscaba, lo que creía haber visto alguna otra vez: una planta muy parecida a la que macabramente adornaba su jardín. No era exactamente igual; pero mentalmente él la reconocía casi como si fuera la misma, conectada quizás a través de algún canal subterráneo con la Planta original. La enfrentó, respiró profundo, estudió los gruesos tallos y sintió el frío del sudor mezclado con adrenalina en la parte de atrás de su cuello.
Y entonces sintió un ruido a sus espaldas, como una ardilla asustada saltando entre los pastos. Se dio vuelta y resbaló, quizás por la misma fuerza con la que giró, asustado; aunque también le pareció que algo tiró de su tobillo derecho, con fuerza y decisión. No pudo mantener el equilibrio y cayó hacia el lado incorrecto, allí donde no quería mirar; se sintió envuelto en las hojas algo húmedas, y el olor nauseabundo no lo dejaba pensar más que en escapar. Abrió la boca para gritar y algunos de los minúsculos frutos intentaron colarse entre sus dientes. Gritó ahogado por los frutos, y sintió el miedo recorrer toda su columna con la velocidad del rayo; el instinto pidiéndole escapar a gritos y la imposibilidad física de hacerlo.
A la mañana siguiente lo encontraron tendido sobre las plantas, uno de los tallos extrañamente enredado en uno de sus tobillos. Su respiración y el pulso revelaban que estaba vivo, aunque tenía los ojos totalmente en blanco, como sin pupilas. Intentaron reanimarlo a través de varios métodos, pero vivió el resto de sus días sin mencionar palabra alguna, con los ojos vacíos, con el cerebro eternamente bloqueado; con todos sus nervios en el cuerpo pero incapaz de sentir sensación alguna; sin raíces pero inmóvil, sin hojas pero sin sentimientos, preso del horror que no se borra, marchitándose hasta morir.
9 comentarios:
Medio largo y usando mi propia fobia, para hacerlo más creíble :P Vamos a ver quién lo lee todo...
já! qué cosas, quedó como un vegetal...
escelente historia, saluditos!
Yo lo leí todito, todito. Y hasta dos veces. Sin embargo además de una gran historia creo que es un simple análisis de la vida. Suele suceder que uno termina siendo presa de todos los miedos que jamás se atrevió a enfrentar.
huldecita: irónico eh? Gracias por leerme ;)
la incondicional: y también solemos transformarnos en lo que más odiamos; cuanto más lo odiamos más cerca estamos de caer irremediablemente en las garras de la Planta.
que entretenido como describis a los personajes de tus cuentos, y que bueno los finales macabros como el de este, debe ser un desafio para vos escribir algo con final feliz (bah, en el anterior la jueza encontro su "felicidad" al final supongo...), igual prefiero estos finales :P
Sobre el post anterior:
Acabo de sacar de mi lista el libro "Esculpir en el Tiempo" de Andrei Tarkovski. Eso si que fotocopiado desde mi Universidad... a dinero escaso, hojas mal imprensas vienen. Otro que me llama a su compra es "Cine: 100 años de Filosofía" de Julio Cabrera. ¿Me lo mandas?
Saludillos,
TOR.
PD: puede ver que gran parte de mi lista está ligada al arte cinematográfico, ¿por qué será?
raul: No me gustan los happy endings, pero tendría que meter alguno al menos para variar :P Ya veremos.
tamara: Creo que nunca posteaste la lista original; al menos yo nunca la ví. Dónde lo hiciste?
Mmmmmmm... me encantan los recursos narrativos que utilizas. Seguiré leyendo por acá. Saludos
yosoyines: :) Qué bueno que te guste, sentite bienvenida.
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