Siempre odié a mis relojes despertadores. He tenido que cambiarlos unas diez veces porque mis apagadas violentas hicieron que los estrellara contra el piso y dejaran de funcionar. En plena vigilia, me resulta cómico recordarme tirando manotazos ciegamente, como intentando matar alguna cucaracha. Pero esta semana sufrí tanto al que tengo ahora (es uno de esos que aceleran y suben el volumen cada vez más) que me inspiró a escribir esto. Es una actividad que se me ocurre muy terapéutica y relajadora.
Paso a paso, sería así:
- Vayan a donde sea que compren sus despertadores y compren uno nuevo, que haga bastante quilombo. Lo van a necesitar más tarde.
- De vuelta en sus casas, vayan a sus piezas y tomen el despertador que tanto les hincha las pelotas a la mañana. Llévenlo hacia la mesa de la cocina y pónganlo más o menos en el centro.
- Busquen un martillo bien pesado; puede ser una maza también (aunque es más peligrosa para la mesa).
- Hagan que el despertador suene y empiecen a darle martillazos sin asco. Griten de manera tal que los gritos tapen el sonido del despertador hasta que ya no sea necesario gritar más porque haya callado para siempre.
- Junten los pedazos que hayan quedado por ahí (al menos los más grandes) y tírenlo a la basura con la solemnidad del caso.
- Pongan el despertador que compraron en el primer paso en el lugar del anterior.
- Repitan el proceso cada 6 meses.
Por la naturaleza de estas máquinas del demonio, imagino que si las piezas más chiquitas quedan tiradas por el piso, cuando andemos en medias por la cocina nos las vamos a clavar en la planta del pie durante meses y meses. Así que recomiendo una limpieza exhaustiva del lugar del hecho. Piensen cuánto mejoraríamos como personas si todos hiciéramos esto!